sábado, 27 de junio de 2009

M y R. Año 1917.

-
Leed bien ahí. ¿Acaso fue escrito para nosotros?

La costumbre común de juntar nombres en una pared, ese atavismo de los amantes, no respeta los mármoles ni la sangre blanca de los árboles. Todos aspiran a eternizarse, siquiera en unas torcidas iniciales de rara caligrafía. ¿Cómo calar la piel del tiempo? He ahí una buena materia de eternidad: los nombres en el hierro.

¡Cuánto he repasado esas iniciales durante estos años!

M y R, 1917.

No simplificaban tanto las sociedades anónimas y comanditarias de la época. Aquí mismo, en la otra acera, perdura la casa “Carlos F. Iglesias”, con los gatos en sus capiteles, guiño felino de aquel burgués asido a sus mostachos; Beguiristaín, en la esquina, es un nombre de letras blancas sobre el frontón de un edificio verde; el Armas, de balcones muy horizontales, se ve menos palaciego, casi bastardo en el corazón de la ciudad señorial. Nombres completos para vanidad de dinastías muertas.

¿Quiénes fueron M. y R.? ¿Socios, parientes, esposos? ¿Sutiles amantes? ¿Eran tan conocidos que no hizo falta completar los nombres? ¿O prefirieron dejar una señal para los entendidos del tiempo por advenir? ¿Una cifra, un indicio que para otros M. y R. tendría sentido?

Aquella noche de la botella de ron, fue entonces que nos encontramos. Era una botella elusiva; no bebimos. La juerga empezaba a caldearse con la pasión de los mosquitos. R. y yo decidimos bajar, irnos a la entraña para estar juntos. Quiero persuadirme, creer que así comenzó todo. Quiero negar toda la causalidad torpe que nos trajo aquí y creer en “una extraña lógica”. No soy un hombre tan crédulo. Sin embargo, sigo buscando a R.
-

jueves, 11 de junio de 2009

Otra vez el viajero


Para ser un viajero poco dado a llevar equipajes, en las últimas semanas se me ha visto en andanzas que, a fuer de prolongarse en la emoción del conocimiento previo, son viaje infuso para mí, tan reales o irreales como cualquier partida o arribada que haya sugerido alguna vez mi lejanía.

No hablo del elemental “dejà vu”, sensación de torpe reminiscencia; hablo más bien de la naturalidad perfecta de todo, y de la incapacidad de hallar lo ignoto en un país tan largo, y especialmente de mi tenaz afecto por los objetos que el viaje va develando, siempre (re)conocidos desde la lejanía aludida; afecto por lo que reconozco como propio en este viaje de equipaje intrascendente.

Ojalá se entiendan estos apuntes, claridad mía tan oscura.

El verdadero viaje magallánico es el que emprendí hace años hacia una expresión que no accede a dárseme; un decir meridiano que anda buscándome con halo de palabra oída al azar, porque ya sé que no hay decires definitivos…

Verbigracia: me vieron frente a la estación sin trenes, ojo en ristre, haciéndole un retrato a la mujer de bronce que no sé si sea una alegoría majestuosa de Matanzas; llovía, y yo hubiese querido que la lluvia borrase el letrero del pedestal que cifraba la escena en 1883; cuando cruzábamos el San Juan recordé a Milanés –lugar común- y mi vanidad me hizo pensar que sólo yo entre los transeúntes recordaba ahora a Milanés de codos en el puente.

A La Habana se llega como a ningún lado: tanto sitio preliminar y común enrarecen el efecto de llegar: La Habana no tiene principio, de lo que se deduce que tampoco tiene final ni puedas decir jamás que alguna sea “la última casa”.

En La Habana se me vio concentrado en el empeño de fragmentar los espacios para poder entender adónde van todos, qué cuerpos difuminados ven cuando vuelven la cabeza… Sentí que yo venía de otro tiempo, igualmente frívolo pero calmo, más dado a los asentamientos y la perennidad.

Se me vio tras la estatua del Generalísimo, cerca de la capilla remanente de la antigua cárcel de Tacón. ¿Por qué -como bien observaba mi coterráneo Esteban Montejo, único cimarrón biografiado con éxito-, Máximo Gómez mira al norte y ofrece la grupa a los viandantes?

La ciudad proteica es un bosque de caducifolias; yo soy muy provinciano y mal viajero, incapaz de imaginar un destino para otra ciudad de calles circulares.

(De vuelta en la hidalga Sagua la Grande, a 11 de junio de 2009)