sábado, 28 de enero de 2012

Snuff movie

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Alguien apaga a voluntad la luz del parque;
en su juego separa y une
los cables que cuelgan del poste.
Y la vida, atenta al deshacerse de la luz,
qué miserable parece a los que asisten
a las violentas iluminaciones.

Por mí la ciudad prescinde
de los sitios nobles
y el erial que la acompaña
adelanta hasta introducirse en el páramo interior.

Por eso han concertado mi muerte.

domingo, 22 de enero de 2012

Jorgito el prerrecluta, la enferma, el ángel…

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Jorgito tras un árbol, con un vestido azul, ángel, mostraba sus piernas espléndidas. Así nos conocimos: medió el árbol. Yo había entrevisto a Jorgito, supe luego que éramos vecinos. Recuerdo que me observó desde la esquina una vez, sin árbol, sin ángel espléndido, con las piernas acalladas por su propio gesto azorado, y no me detuve.

Jorgito tiene ahora dieciocho años: casi es bachiller, y ya es prerrecluta, seropositivo al VIH y travesti ocasional. Su madre es amable: le permite que salga con sus vestidos en una mochila y organice espectáculos para pequeñas concurrencias en los arrabales de la ciudad. La hermana, una niña eufórica, le presta las hebillas. Vi actuar a Jorgito: "canta" perfectamente en inglés y si es menester, si los resortes dramáticos de la canción obligan, golpea el suelo.

Aquel golpear suyo se me presenta hoy como una apelación, una petición de auxilio: Jorgito, el prerrecluta, fue citado para pasar el examen que establecería su aptitud para ir al Servicio Militar Obligatorio. Está claro que el ejército jamás aceptaría a Jorgito, el seropositivo, aunque el porqué no sea explicado. Debieron molestarse también ante las maneras de Jorgito, el travesti ocasional.

Lo declararon inepto luego de la primera revisión; la burocracia militar, sin embargo, obliga a refrendar la dispensa a otras instancias: Jorgito tuvo que viajar en un ómnibus junto a otros muchachos, con un oficial al frente. Jorgito, el prerrecluta, iba avergonzado; todos insultaban a Jorgito, el travesti. A su compañero de asiento le dijeron “al fin encontraste novia”; a Jorgito, el seropositivo, también lo llamaron “enferma”. Él me asegura que el oficial no dijo nada; se toleró el acoso.

Al llegar al destino compareció ante un médico. ¿Y a ti qué te pasa?, preguntó el doctor. Mire usted mismo –el prerrecluta señaló su diagnóstico, consignado en una hoja-. ¡Cómo han pasado positivos por aquí! –comentó-. La enferma enrojeció.

Así me lo contó Jorgito, el ángel. He prescindido de la mayoría de las injurias. No entiendo por qué no hubo ninguna delicadeza para él, que esa noche no pudo dormir. Esta vez no voy a reclamar las disposiciones legales que no existen en nuestro país para proteger a los discriminados, aunque yo no comprenda cómo una sociedad que enarbola su vocación de justicia las omite hasta hoy. Estoy, por principio, contra los ejércitos; Cuba, sin embargo, necesita protegerse. Se habla del honor de servir ahí; para que sea de veras un honor, los cubanos y cubanas deben concurrir en plena igualdad.

A Jorgito, el ángel, le he dicho que la floresta lo ampara y que los árboles pugnan en las noches por custodiarle las piernas azoradas, los gestos espléndidos.

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Foto: Actuación de Jorgito en los arrabales de la ciudad.

jueves, 12 de enero de 2012

La abogada y el querellante: un diálogo inesperado sobre el matrimonio homosexual en Cuba

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No recuerdo por cuál laberinto de la charla llegamos al tema. Ella es abogada; yo soy un tenaz querellante. La fiesta agonizaba –el café donde empezamos a beber fue cerrado después de la medianoche- y alucinábamos sin concierto en la sala de una casa camagüeyana.

Yo era el intruso de la reunión; los demás eran antiguos condiscípulos que se reúnen una vez al año para hacer los correspondientes recuentos. Porque se consentían los compañeros de los convidados fui admitido.

En este grupo –dijo alguien- contamos con todas las profesiones, con todos los auxilios: un par de ingenieros, una doctora, una jurista que nos defienda, una monja que rece por nosotros… Ella explicó que era apenas una abogada civilista. No se ocupa de crímenes de ninguna índole. Soy un poco aniñada –explicó-, no cumplo con las expectativas que se tienen de un penalista exitoso.

La miré mejor. No sé cómo no recuerdo quién hizo la primera pregunta. ¿Alguno reveló, a mi lado, alzando un vaso de ron, que pensaba casarse en Buenos Aires? Ya se sabe lo que “boda en Buenos Aires” quiere decir en este lado del mundo. Pero a mí no me interesa casarme allí; si fuera a casarme lo haría en Cuba, a cualquier costo.

Así fue que llegamos al tema, después de transitar un laberinto de digresiones. La abogada se asumió conservadora. Reconoció que siempre se ha manifestado contraria al matrimonio entre personas del mismo sexo e incluso ha llegado a desestimar la pertinencia de la llamada unión civil. Explícame tu perspectiva –pidió-.

Mis argumentos fueron vehementes. Hablé de la urgencia de proscribir, para salud de la sociedad, cualquier forma de discriminación. Mencioné el parentesco –y hasta la dependencia mutua- de los discursos discriminatorios, que examinan las singularidades ajenas como una otredad. Ella escuchaba, asentía, y parecía conservadora a pesar suyo. Por último exhibió lo que consideraba el último valladar: ¿y la adopción? Instituir el matrimonio equivale a autorizar la adopción. En nuestro país –proseguí- la adopción es una posibilidad remota incluso para las parejas heterosexuales. En todo caso, si llegara a admitirse para las parejas del mismo sexo, sería una opción legítima. Hablé de estadísticas, usé criterios científicos. Sé que no la persuadí completamente. Los concurrentes casi nos prohibieron continuar hablando del tema y decidimos dejarlo para otro día; luego no volvimos a vernos. Me queda, sin embargo, una certeza que antes fue conjetura: podemos dialogar, solo falta la oportunidad. Hablo de un verdadero diálogo en la sociedad. Con los condiscípulos, los irrebatibles argumentos y un vaso de ron podemos entendernos y ajustar la cosmovisión colectiva.

La abogada hizo una solicitud imperiosa: ayúdame a entender. Después de escucharme reconoció que es injusto que no haya, al menos, leyes antidiscriminatorias en Cuba, y que es inaceptable para la colectividad que cualquier minoría sea desautorizada en sus derechos elementales. También hizo una observación sabia: no se legisla sólo para refrendar lo aceptado por mayoría, lo dado, sino para legitimar un proyecto, el “deber ser” de la sociedad. Ayer leía los diarios de Lezama y hallé un pasaje que sostiene semejante tesis: Descartes creía […] en la mayor calidad de aquellos países que han tenido un Licurgo, que a priori le dictase sus leyes, más que en aquellos otros pueblos que han encontrado su legislación social después de haber construido su experiencia sobre las agitaciones de su intimidad social. Mi amiga, entonces, es cartesiana; a mí no me importa que algunos sostengan que Licurgo sólo es una leyenda.